Hola, diario. Si te tengo que definir mi fin de semana, es
con la palabra “adiós”.
Ya estamos instalados en la nueva casa. Te cuento que me
llevo por delante todos los muebles y paredes. La costumbre hace que quiera
tomar el mismo camino que en el otro departamento para ir de la habitación a la
cocina, o del living a la habitación. Pero la distribución es distinta, así que
me he golpeado la nariz un par de veces.
El sábado nos despertamos como siempre, fuimos a desayunar
y los dos nos “tragamos” la columna que hay en la entrada de la cocina. Luego,
paseamos un poco en la plaza y me sorprendí un poco al regresar. A los dos
minutos, Pablo tomó un bolso enorme y me volvió a decir: “Vamos”. Obviamente,
pegué un salto a lo delfín amaestrado y me acomodé el collar para salir.
Nos tomamos un taxi. Ya te conté el placer que es viajar en
taxi con la cabeza afuera, tragando viento.
Para sorpresa mía, llegamos a nuestro viejo hogar. Me
desconcerté. Saludamos a algunos vecinos y entramos a nuestro (¿antiguo?)
departamento. Estaba vacío, el pobrecito... me dio una lástima. Sólo pelusas y
polvo. Habían quedado nada menos que las cacerolas donde cocinamos y algunas
cositas más que Pablo guardó en el bolso. Luego, nos quedamos sentados en el
piso, esperando nosequé. Y nosequé llegó de inmediato. Lancé un ladrido cuando
escuché que se abría la puerta. Era una señora. La había visto una vez ya.
Observó el departamento por todos lados, con detenimiento, y conversó
amablemente con Pablo. Me cayó bien. De pronto, vi como Pablo le entregó las
llaves. Ahí me cerró todo. Vinimos a decirle adiós a ese hogar donde pasamos
tantos momentos lindos. Fiestas con los amigos, banquetes con Fina y Raúl,
despertares casi melódicos y metódicamente iguales, reencuentros con la vida.
Porque ahí es donde yo volví a reinsertarme en este mundo privilegiado.
Como hizo esa señora, yo también lo recorrí por cada rincón
una vez más. Y, sin que ella se diera cuenta, hice pis en el balcón, por si
llegase a ir a vivir ahí otro perro, para que se entere de que esa fue la casa
de Francisco. Antes de salir, lo miré y le agradecí. Las casas tienen entidad.
Lo sé.
Nos despedimos de la señora y también de los vecinos de la
inmobiliaria de abajo. Me caían bárbaro. Le dijeron a Pablo que prometa que me
iba a llevar de vez en cuando. Él asintió, pero ambos sabíamos que eso nunca
iba a ocurrir. También les dije adiós. Cuando íbamos caminando rumbo a lo de
Fina y Raúl, para visitarlos, me quedé paralizado. Ahí la vi, esbelta como al
principio, con sus pelos marrones tan enmarañados como bellos, y esa mirada
entre pícara y dulce. Nos miramos fijamente y corrimos desesperados el uno
hacia el otro. No paramos de dar saltos, revolcarnos en el piso y hacer esas
carreras repentinas, cortas, en círculo y de hasta diez metros, para
convertirnos en ráfagas de felicidad. Pablo es inteligente y me dejó un largo
rato. Sabía muy bien que, probablemente, nunca más pueda ver a Morena. Nos
olfateamos mucho. Supe que sus cachorros ya no estaban más con ella y, vaya a
saber hasta cuándo, seguiría siendo la misma Morena de siempre, la que yo
adoraba. En un momento nos cansamos de tanto correr y nos sentamos, bajo el
sol, extenuados, una pata contra la otra. Nos miramos, con alegría, amor y
tristeza. Todos esos sentimientos juntos que, seguramente, los humanos ni se
imaginan que podemos sentir los perros.
No quise que Morena supiera que yo me iba del barrio. No le
dije nada. El adiós lo dejé en mi interior y, simplemente, puse mi frente sobre
la suya. Nos dimos muchos lengüetazos, como siempre, y nos despedimos. Ella
salió a los saltos, con su amiga persona, ingenua y feliz. Yo me quedé
observándola, y lo seguí a Pablo. Con el adiós atragantado y pensando en esas
cosas que uno tiene que resignar para obtener otras. Aunque la reflexión me
duró sólo unos metros. Demasiado dilema para un perro. Pero me quedé triste.
Probablemente nunca más vea a Morena.
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